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ecuerdo poco la
Navidad en mis años de niño, muy poco; pero, hurgando en lo casi inexpugnable
de mis recuerdos perdidos por causa de quién sabe qué, logro verme como entrando
en la escena de una gran obra de teatro a la que, sin practicar o hacer ensayo
alguno, veníamos con incontrolada ansiedad, excitados por recibir nuestros
regalos a la media noche y, lo que es más, creyendo que nos lo traía un Papá
Noel. Nunca lo conocí, nunca lo conocimos; pero, tiempo después, nos fuimos
enterando que ello no eran más que mis abuelos Joaquín y María, mamá Carmen y
tío Domingo. Yo creo que la Navidad sigue siendo un tiempo fantasioso, casi
místico, enigmático porque, por entonces, yo prácticamente entraba a este escenario
que, para mí, era uno distinto al de los 364 días previos, con otro sentido.
Esa noche de Navidad, en particular, tenía otro feeling y, aún sin entenderlo,
lo vivía a cabalidad. Recuerdo a mi hermano menor, Alfredo; él fue muy valiente
o atrevido porque, en una ocasión, se dejó explotar un cohetón en su mano que
lo lastimó; casi lo lamentamos. Casi no recuerdo a mis otros hermanos menores,
Félix, Marleny y, la última, María, aunque hubo una hermosa bebita que solo nos
visitó por escasos 8 meses, y luego se fue, acaso porque no gustaba de las
Navidades. No lo se. Ella fue Rosa Cecilia, hija de mamá con Marcos Paul, una
niña a quién yo acostumbré cargar en mis brazos para pasearla por doquier. Me
recuerdo con un casco blanco sobre mi cabeza, como aquellos policías o soldados
de la Cruz Roja (en esa época no habían objetos plásticos, sino metálicos o
fabricados a base de alguna fibra o reciclado), y con otros aparejos sobre mi
cuerpo, imaginándome estar en una gran batalla campal porque, a la verdad, para
mí era como estarlo porque –llegada la media noche- los cohetones reventaban
tan fuerte, y por todo lugar de mi cuadra, junto con las luces de bengala y
otros explosivos, que todo semejaba a una batalla; y yo estaba allí, en medio
de toda ese “conflicto” porque, al igual que yo, otros amigos del barrio, y mis
hermanos seguramente, confundidos todos parecíamos vivir una batalla, entre divertidos
y tensos, como la tensión que se tiene en el frente de batalla. Recuerdo que
mamá, o mis abuelos (no recuerdo mucho), al rato nos llamaban a pasar a casa
para, todos juntos, disfrutar de la tradicional chocolatada acompañado de un
riquísimo panetón. Hoy no puedo evitar cuestionar que saboreemos UN CHOCOLATE
CALIENTE en temporada prácticamente de verano (esta estación empieza, según el
calendario, el 21 de diciembre) pero, aún cuando esta tradición la importamos
de los EEUUA y Europa, donde sí hace frío en esta fecha y, por consiguiente, si
cae bien un chocolate caliente, no importándonos lo cuestionable de la
costumbre, lo cierto es que vivíamos el momento sin límites de lo imaginable. Siempre
que nos reuníamos, bajo el patriarcado de nuestros abuelos, con mamá, tío Domingo
y mis hermanos, casi nada recuerdo a otros, si hubieron otros, no lo se,
mientras hablaba el patriarca, o la matriarca, o mamá, terminábamos llorando,
mientras nos abrazábamos entrañable e interminablemente, como no queriendo
despegarnos, y como que era un abrazo que yo lo estuve esperando a lo largo de
todo el año. Recuerdo que teníamos a unos amigos vecinos, cuyo padre era de la
PIP (Policía de Investigaciones del Perú) de entonces y que, por ser de alto
rango (llegó a ser General), era de una condición económica regularmente
pudiente tanto que regalaba a sus hijos los juguetes más caros que pude ver en
mi niñez. Esta era la familia Ipince y, a quién más recuerdo de los tres niños
amigos de esta familia, es a Freddy (además estaban Moza y Eduardo). Freddy, y
no creo que con ánimo de burla, hacía alarde de sus costosos juguetes que,
cuando yo los comparaba con los míos pues, de alguna manera, como que esto me
hacía sentir mal, y escondía mi juguete para jugar con los de él. Fuimos buenos
amigos, como todo niño, sin malicia. Años después, cuando ya estaba algo
crecidito, creo que a los 15 o 17 años, tío Domingo me llevó al centro de Lima,
donde compramos todos los juguetes para nosotros. Allí entendí, a cabalidad,
que no había tal Papá Noel (en la niñez de entonces de advertía más inocencia,
que ya no parece advertirse hoy) pero, obstante yo iba reconociendo el fraude a
que éramos sometidos, a causa de un regalo, lo cierto es que, llegada la media
noche, la expectativa, ahora de mis hermanos menores, era la misma de siempre.
Esa noche recuerdo que, sabiéndolo todo, fingí dormir y, no bien llegó la media
noche, otra vez fingí despertar en medio de los juguetes que tío Domingo nos había
comprado. En esa ocasión, recuerdo, tío nos compró equipos de buceo, y guantes
de box, y otras cosas; es que ya éramos algo creciditos y, probable, el tío
consideraba que ya no estábamos para juguetes de niños. Recuerdo a Marcos,
esposo de mamá, por la mañana, jugando con nosotros a la pelota. Se nos había
comprado una pelota reglamentaria, de cuero, y él quiso hacer tiros al arco con
nosotros, en uno de los extremos de la calle. Recuerdo a los amigos del barrio,
ir en patota de casa en casa para expresar sus saludos por la fecha y, de
pasadita, para tomarse un chocolate y su porción de panetón. Eran muy “vivos”
y, Posible, yo era el más monse de todos. A mi derecha vivían la familia Román
Redhead, que ahora viven en los EEUUA; y a mi izquierda la familia “Pescado” (así
los llamábamos porque comían pescado para todo: en el desayuno, almuerzo y la
comida; y en el postre), luego un amigo Mario, su hermana y padres; los Ipince;
los Mancilla, los Pérez, dueños de un edificio de varios pisos que servía de
residencia para muchos inquilinos (allí vivían Hortensia y Violeta, niñas y
luego adolescentes atractivísimas para nosotros) y, al costadito, en un pequeño
callejoncito la familia Pacheco, de nuestro amigo Arturo Puente Pacheco, purum
pum pum (él llegó a viajar al Asia, por motivos de trabajo), sus hermanas y
padres. Seguidamente, una familia cuyo apellido no recuerdo y, seguido, la
familia Morales, de mi amigo Carlos Morales, su hermano Mañuco y padres. Les
seguían otras familias que no recuerdo pero, ya al frente de mi casa, también
en un callejón o casona con un pasadizo que conectaba a varias familias,
estaban los Córdova, Norma, su hermana y padres y, ya en el segundo piso de
este condominio, el amigo Pocho, un pata muy fortachón, nerviosán y enamorador.
Recuerden que para entonces ya contaba con mis 17 años, aproximadamente.
Seguidamente, estaban los Lecaros, y dos familias más allegadas, creo yo
provenientes del sur del país, de Tarapacá, al otro lado de la frontera con
Chile; y, seguidamente, estaban otras familias cuyos apellidos no recuerdo,
tras lo cual veo a Mito Porras, un amigo de mi generación que vivía con sus
hermanos y padres en una de las casas más grandes del barrio. Seguían los Boyer,
y otros; y así hasta el término de la cuadra, muchos cuyos rostros parezco
verlos ahora mismo, aún si no recuerdo sus nombres y apellidos. Y al día
siguiente, como parece seguir sucediendo hoy, las calles parecían estar
cubiertas de un manto de papeles picados, restos de los cohetecillos y
cohetones reventados, las varillas ennegrecidas de los bengala, y otros
residuos que afeaban las calles, que recorríamos los chiquillos como tratando
de hallar algo que sirviera; como cuando, tras una batalla campal, al día
siguiente y bajo el claro del día el soldado hace un reconocimiento del campo
de batalla, buscando algo que rescatar, o que sirva, los tesoros de guerra.
Hoy, en mi base “6”, ya no vivo en el Rímac, barrio que me vio crecer casi
desde que fui un bebé, sino en Carabayllo pero, al igual que allá, el
sentimiento que un niño vive en vísperas a la Navidad, parece seguir siendo el
mismo: está a flor de piel y uno lo puede ver, sentir y hasta oler y, para
esto, toda la actividad en torno a esta fiesta tradicional, con las tiendas
expendiendo productos para comprarse para grandes y chicos, con artefactos
eléctricos ofertados a precios de promoción, con ofertas para viajar al
interior (o exterior) del país, con grupos musicales pregonando un baile de
Navidad en tal o cual salón de baile, y ahora los hay muchos en muchas partes
de Lima y en todo el Perú, con mucha programación televisiva enfocada en esta
festividad y, aunque a duras penas, comentando acerca de un niño Jesús que
nació un 25 de diciembre ( aún si en verdad la Iglesia Católica no lo puede
probar bíblica e históricamente), colabora para que niños sigan presos o
cautivos del sentimiento que esta fecha parece despertar y que muchos,
principalmente los padres, quisieran no destruir revelando a sus niños que no
hay un tal Papá Noel, que eso es solo una – tanto como una invención o fantasía
– una tradición que se aceptó en algún momento de la historia, que gustó y se
continuó manteniendo acaso porque fiestas como éstas dinamizan el mercado, la
compra y venta de regalos. Tal parece que la verdad como que estaría
condicionada a la conveniencia de una economía; pero, obstante las
observaciones que le podamos hacer, la Navidad sigue siendo un punto donde, de
una u otra manera, las gentes convergen con sus emociones, encendidas algo
mágicamente para regalarse saludos y el afecto que, probablemente, nunca se dieron
con el vecino de al lado y, con los niños, para acaso darles la atención que
nunca se les dio. Tenemos celebraciones por el Día de la Madre, el Padre, pero
no por el Hijo; sin embargo, en la práctica, la Navidad parece ser un
reconocimiento al Hijo o la Hija que, con el regalo que se le da, sea este de
mucho o poco valor, de buena o poca calidad, sencillo o extraordinario, parece
estársele dando un mensaje que, con palabras, parecemos difíciles de expresar.
En un mundo que día a día nos asombra con noticias de criminales cada vez más
avezados e insensibles para delinquir, para robar o matar, para atacar a una
indefensa mujercita, o a una ancianita, para arrebatarle la cartera a una mujer
trabajadora o, con ira loca, hasta matar por dinero, para asaltar bancos y
tiendas como actos cotidianos, casi “naturales o normales”; y con autoridades
cuestionados por actos de inmoralidad, blanqueado de activos o dineros de mala
procedencia (narcotráfico, etc.), y otros actos que no solían ser noticia una década
atrás, y en aras de una democracia cada vez más decadente y frustrante, con
representantes elegidos cada cuatro o cinco años defraudando a las expectativas
de quienes los eligen, cabe preguntarse qué clase de hijos o hijas hemos
criado, qué ejemplo les hemos dado porque, de no ser esa la causa, no
tendríamos porqué tener esta clase de resultados hoy en día en que, incluso,
hay adolescentes dispuestos para delinquir como sicarios. ¿Por qué este
resultado? ¿Será que no se les regaló juguetes en Navidad, o en su cumpleaños;
o será que no se les regaló lo que es más importante para regalar, cariño,
afecto, una conversación larga y tendida con ellos, que les haga saber que son
importantes para nosotros? Que esta Navidad regalemos, juntamente con un
juguete, un vestido o una laptop, Smartphone, o lo que sea, aquello que
probablemente nunca regalamos a lo largo de los 364 días previos, aquello que
realmente supla lo que ellos necesitan de parte de nosotros y, si es necesario,
con una muestra de arrepentimiento si fuimos negligentes con ellos, que no
cuesta mucho pedirles perdón, les regalemos aquello que despierte en ellos más
que una sonrisa, o un excitado grito de alegría, que crucemos con ellos miradas
de compromiso, que nos comprometamos regalarles todo cuanto sea necesario para
hacer de ellos los jóvenes y adultos templados y sobrios de mañana de los
cuales podamos estar realmente orgullosos y felices.
¡Una veliz Navidad, y un próspero año nuevo!
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